Un anciano tenía fama de sabio y la gente acudía a él en busca de ayuda o de consejo. Y cuando un forastero preguntaba por qué le decían maestro, en qué consistía la sabiduría, o qué ciencia dominaba ese hombre que parecía un humilde campesino, la gente no sabía muy bien qué responder.
- Es un hombre feliz, vive en paz con todos, era una de las tímidas respuestas.
Un joven que escuchó hablar de él y que ansiaba adquirir conocimientos, se presentó una noche para pedirle que le enseñara. El anciano se sorprendió del pedido, pero aceptó con entusiasmo. Hacía muchos años que vivía solo y le gustó la idea de tener a alguien con quien compartir su tiempo nuevamente.
A la mañana siguiente, se levantaron y prendieron el fuego para calentar agua y cocinar el pan que habían dejado preparado la noche anterior. Mientras esperaban que el desayuno estuviera listo, el maestro se sentó en un banquito y se puso a contemplar por la ventana. El discípulo, parado detrás de él, trataba de poner la mirada en el mismo lugar que el maestro, para descubrir qué estaba mirando tan concentrado. Por la ventana sólo se veía el campo, flores silvestres, el gallinero y los perros recibiendo los primeros rayos del sol. A los pocos minutos, el joven se aburrió y se fue a sentar. Tomó un libro de su mochila y comenzó a leer. Sin embargo, a cada momento se distraía y pensaba cómo el maestro podía perder el tiempo sin hacer nada. Cuando el olor a pan inundó la habitación, el maestro se levantó, preparó el te, colocó dos jarros sobre la mesa y el pan sobre una servilleta. Se sentó, indicó, con un gesto de su mano, al discípulo que hiciera lo mismo y comenzó a comer el pan cortándolo en pedacitos y mojándolos en el té caliente. El discípulo estaba asombrado: el maestro se había olvidado de agradecer la comida. Sin disimular y para que el maestro se diera cuenta de su error, agachó la cabeza durante unos instantes como si estuviera rezando. Después, comenzó a comer. Cuando terminaron el desayuno, colocaron cada cosa en su lugar y el maestro le preguntó al joven de qué quería conversar. En el instante en que le iba a contestar, se abrió la puerta de golpe y entró un niño corriendo:
- Maestro, maestro, mire el pescado que saqué del agua, hoy vamos a comer como reyes.
El maestro se levantó, aplaudió la hazaña del niño y se ofreció para ayudarlo a limpiar el pescado. Mientras tanto, le preguntó por toda la familia, y le explicó varias maneras de cocinarlo. Antes de que se fuera, le regaló un pequeño recipiente con un condimento especial para darle más sabor a la preparación.
El discípulo estaba asombrado y desconcertado. Ya había pasado más de medio día y no había aprendido nada.
A partir del momento en que el niño dejó la casa, cada vez que el maestro se iba a poner a conversar con él, alguien del pueblo interrumpía la conversación. Iban a pedirle algo o a llevarle un pequeño regalo -una papa, una planta de lechuga, una calabaza -, como agradecimiento por alguna ayuda que él les había dado. Pasó el día y anocheció. El maestro cortó las verduras y puso el caldo en el fuego, mientras amasaba con mucha dedicación el pan para el otro día. Comieron y se fueron a dormir.
Los días siguientes fueron más o menos similares: pasaban las horas yendo de un lugar a otro, ayudando o visitando a las personas del pueblo; trabajaban la pequeña huerta; alimentaban a las gallinas y juntaban los huevos que regalaban al que los necesitaba. Una noche, entre la respiración profunda del maestro y el enojo acumulado por no aprender nada nuevo, el discípulo daba vueltas en la cama sin poder dormir. No sabía si irse o quedarse. Por fin, casi entrada la madrugada decidió probar durante un día más. Al amanecer, el maestro se levantó, se desperezó y comenzó a prender el fuego para el desayuno.
Puso el agua a calentar, el pan a cocinar, y se sentó en el banquito a mirar por la ventana.
Así lo encontró el joven cuando despertó. Se dio cuenta de que todo iba a seguir igual que los días anteriores. Al enojo que había acumulado se le sumó el mal dormir y estalló:
- ¡Yo vine a buscar sabiduría, a entender las cosas de la vida, a aprender a vivir mejor, y lo que me encuentro es alguien con una vida común, diría que vulgar, que ni siquiera es capaz de tener un momento para reflexionar y agradecer al creador por todo lo que recibió de él!
El maestro lo miró con los ojos tristes; una expresión que nunca antes le había visto. Y le contestó:
- Cuando contemplo la mañana por la ventana, veo las flores, huelo su perfume y de esa manera, usando mis ojos y mi olfato para gozar de lo que Dios hizo para nosotros, lo alabo. El campo y el gallinero, son los que nos ofrecen la comida de cada día y, al mirarlos, no me queda más que agradecer por la vida. Los perros descansando me recuerdan que pasaron toda la noche en vela cuidándonos mientras dormimos.
Esto me lleva, necesariamente, a agradecer a Dios que en todo momento y sin descansar tiene sus ojos puestos en nosotros para acompañarnos, para cuidarnos y para hacernos felices. Eso me llena de alegría y paz. Ya no necesito nada más, porque estoy seguro de que Dios está conmigo. Cada persona que golpea mi puerta me hace sentir útil, necesario, querido. Cada vez que recibo un pequeño regalo de la gente humilde de la aldea, siento que es Dios mismo que me lo da, sirviéndose de las manos de los demás y me recuerda, así, que no soy el único que puede dar.
El discípulo estaba tan enojado que casi no escuchó las palabras del anciano. Agradeció, por educación, el hospedaje y volvió a su pueblo, olvidándose por mucho tiempo de lo que el maestro le había dicho.
Allí, conoció una chica de quien se enamoró. Se casaron y formaron una familia.
Cierto día, al volver de trabajar en el campo, vio desde lejos a sus hijos jugando. Se acercó despacio y desde atrás de un árbol se quedó mirando. Así lo descubrió su esposa que le preguntó:
- ¿Qué estás haciendo acá? ¿Qué hacés mirando a los niños jugar?
- Estoy mirando la maravilla más grande que Dios nos ha regalado, estoy alabándolo mientras escucho sus gritos y sus cantos, estoy dando gracias por el trabajo que me permite traerles todo los días un pedazo de pan, y estoy dando gracias a Dios, porque si yo, que soy muy débil, cuido de ellos y me preocupo, cuánto más él con todo su poder y su inmenso amor.
Ese día el hombre recordó las palabras de su maestro y entendió.
Para reflexionar:
"Hace falta el estudio y hace falta la meditación; pero, sobre todo, hace falta la confianza de dejarse sorprender por el Espíritu en rincones llenos de promesa. Si el don de la sabiduría es "gustar", el de entendimiento es "ver". Ver con los ojos de Dios, entender con su mente, contemplar con su Espíritu. Reconocer la mano de Dios donde otros sólo ven circunstancias humanas, descubrir providencia en la historia, y amor en el sufrimiento" (Carlos G. Vallés).
El joven había aprendido a vivir. Sabía disfrutar. Estaba feliz con la familia que había constituído, pero le faltaba algo más, que no podía alcanzar por su propia voluntad, buscándolo a la fuerza. Entender el por qué de las cosas de la vida, descubrir la presencia de Dios permanentemente a su lado, es algo que viene del Espíritu. Es él quien da el entendimiento para descubrir lo trascendente.
Oración: "Envía sobre nosotros, Espíritu de Dios, el don del entendimiento para que podamos comenzar a comprender lo que Dios quiere de nosotros, el sentido de la vida, su acción en el mundo, el sufrimiento y la muerte. Que tengamos siempre el corazón abierto para recibir y hacer crecer este don."